Yo sabía que no estaba paranoico. A mi, alguien me sigue...

1 de marzo de 2008

DEDICADO A NANDA (PARTE II)

El protagonista del segundo caso es el doctor (doctor? Son doctores?) bueno, el odontólogo CF. CF era un hombre bastante mayor, de vasta experiencia en la profesión, con más ganas de retirarse que de seguir atendiendo el consultorio.
A tal efecto tenía en el mismo a MF – su hijo – quién cursaba las últimas materias en la facultad de odontología de La Plata.
Finalmente, completaba el cuadro de situación GB de F – esposa y madre, respectivamente de los hombres ya mencionados. GB de F oficiaba de secretaria del consultorio desde la inauguración del mismo, hacía varios lustros atrás.

Esta breve introducción tiene un por qué.

Me lo habían recomendado resaltando específicamente que no te causaba ningún dolor con el instrumental. - “ni sentís el torno” - dijo V. (una amiga tan cagona como yo para el sillón odontológico).
No necesitó decir más. Saqué turno inmediatamente.

Tarde descubrí que si bien podía ser cierto que el susodicho CF no infligía dolor físico (nunca lo corroboré), había encontrado una refinada manera de saciar su sadismo, con el peor de los dolores que se le puede provocar a un ser humano. LA HUMILLACIÓN.

Entrar al consultorio ya era raro.
Un olor rancio, como “a viejo” te abría paso a una salita de espera de reducida dimensiones abarrotada de pequeños portarretratos familiares, muñequitos de cerámica horribles y el terrorífico cuadro del payaso llorón que en su conjunto cargaban el ambiente de una atmósfera más propia de un cuento de Stephen King que lo que uno esperaba encontrar en esos lugares.

La hora de la cita no ayudaba para nada. 14:00hs en verano. Sol de frente y ni un puto ventilador en la piecita – porque no era más que eso.
Adentro, una pareja de ancianos que parecían pertenecer al decorado sólo levantaron los ojos del piso para observarme de una manera que se me figuro idéntica a la forma en que los buitres observan a sus futuras víctimas sabedores del próximo final inevitable. (ESTOY A FULL).

El silencio fue abruptamente destrozado por la “efusiva” bienvenida de GB de F (la secretaria/esposa/madre). Esta bienvenida incluyó beso, toma de datos y un primer examen ocular de mi dentadura, allí mismo, de pie y al lado de la puerta (lo juro por ésta, mire).

Diez minutos después me venían a buscar.

Si si. Exactamente como Ud. Lo lee. CF se acercó a mi sillita de mimbre, me tomó del brazo y sin soltarme e ignorando por completo a los viejos que esta vez ni miraron, me llevó a otra habitación que oficiaba de consultorio. Me indicó que me recostara en el sillón (sin soltarme el brazo) y una vez hecho esto me colocó un baberito (ahora si me soltó) creo que más que nada porque se le dificultaba hacerlo con una sola mano.

Con el babero en su lugar me colocó una especie de “cañito” de plástico que aparentemente sirve para extraer saliva. (sé que no es muy agradable lo que escribo pero trato de ser lo más gráfico posible para que se entienda la situación tal como la viví).
En esas condiciones (babero, cañito, calor), me presentó a su hijo – MF – estudiante avanzado de odontología…y a la novia de éste (!!!) (ni me acuerdo el nombre, obviamente) también estudiante (quiero creer que de la misma carrera aunque nadie me lo especificó). Todos en el mismo lugar.

Aclaración.

Si el lector. UD. VOS. A esta altura esta tentado de descreer lo que esta leyendo, quiero que sepa que lo comprendo pero que también sepa que es absolutamente verídico y sino que se me carien todos y cada uno de los dientes obligándome a ser atendido hasta el fin de mis días por MN (un odontólogo recontra amigo de aquí de Bahía que tiene unas manos de albañil más duchas para jugar al frontón sin paleta que para realizar una endodoncia).

Sigo.

Totalmente entregado y cegado por la luz de los sillones esos que te pega en los ojos causando el conocido efecto “interrogatorio policial” fui escudriñado por todos los personajes ya presentados.
Allí mismo supe del significado del término “tejido necrosado” (o algo así) que aparentemente tenía dentro de un diente o que se yo.
También tuve que soportar que se utilizara mi pecho como práctica bandeja soporta-instrumental y, en lo que me pareció un abuso, la opinión de la mujer del odontólogo que entró para hacer una consulta y ya que estaba se quedó para mirar, opinar y cagarse de risa.

Es cierto. No me dolió el torno. No se usó. Pero salí de allí con una sensación extrañar, como si me hubieran ultrajado. En algún momento me sentí como un preparado de medicina. En otros como un abducido por alienígenas.

No volví más. Aún hoy, en noches muy calurosas de verano, cuando despierto sobresaltado por una pesadilla siento el gusto amargo del cañito de plástico en mi boca y la penetrante mirada buitre de los viejos de la salita de espera.

La puta que los parió.



Continuará

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